sábado, 4 de abril de 2020

Cuarentena


Tercer noche de insomnio. La ansiedad se alborota y empiezo a sentir miedo. El mismo que siento siempre que sumo noches sin sueño, solo que esta vez la situación es diferente. 

En la vida como la he vivido siempre, a medida que pasan las horas y empieza a oscurecer se me hace un hueco en el estómago. Incertidumbre. Va llegando la noche y con ella las posibilidades de que, como las noches anteriores, no pueda dormir. Se vuelve un círculo vicioso. 

En el día 21 de aislamiento la situación es diferente. El sentimiento es aterrador porque los días se hacen eternos. He pasado por todos los estados de ánimo. Frustración, impotencia, rabia, tristeza, tranquilidad, angustia, tranquilidad, tristeza, incertidumbre, tristeza, rabia, frustración, impotencia, incertidumbre, incertidumbre, incertidumbre. 

Me quedé, como todos, en la incertidumbre. He hecho lo necesario para sostenerme ahí sin colapsar. He disminuido considerablemente el consumo de redes sociales. No veo noticias (nunca lo he hecho), pasó días sin enterarme de los casos y los muertos. Cuando me entero siento unas ganas, casi siempre controlables, de llorar. 

Preparo clase. Dicto clase. A veces sin éxito. Lo llevo con calma, “hago lo mejor que puedo”. Sigo, con poco aliento, invirtiendo tiempo en los proyectos que con infinita motivación arranque este año. Hay momentos en los que no se por qué lo hago. Chateo con las amigas; me rio con ellas. Hago ejercicio. A veces no quiero hacer nada y procastino. Paso los días en familia. Cocino. Lavo platos, más de lo que quisiera. 

Tercera noche sin sueño. Hoy cumplo 32 años e imaginé todos los escenarios menos este. En medio de todo, solo puedo pensar en la fragilidad que nos caracteriza. En lo que nos cuesta adaptarnos. En la imposibilidad que tenemos para lidiar con nuestra cabeza y nuestros pensamientos y en la carga que eso genera, en cómo eso desequilibra el día. Reflexiono mientras anhelo quedarme dormida (la cabeza no para). 

Pienso en la oportunidad que esto nos deja para empezar a ser empáticos y vivir esta vida desde la gratitud de poder levantarnos, de valorar esa acción que damos siempre por hecha y que en estos días se vuelve cada vez más difícil, pero que para muchos, por primera vez, empieza a cobrar sentido. Sentimos de cerca la posibilidad de que no sea un hecho, de que un día de estos no pase. Tenemos miedo. 

miércoles, 1 de marzo de 2017

"La profesión del politólogo no es una profesión feliz"

"Casi por todas partes los científicos de la política, europeos y occidentales, no solo politólogos, analizan y critican el funcionamiento de sus instituciones y de sus partidos. Desde hace tiempo -y no debiera sorprender- analizan y critican la Unión Europea, sugiriendo nuevas formas de operación. Sin embargo, desde hace poco por todas partes se manifiesta una línea divisoria dentro de la ciencia política.
De un lado están aquellos que consideran no solo muy difícil, sino incluso peligroso para la ciencia política, tratar de buscar que sus conocimientos sean aplicables. Hay que controlar muchas variables y, en definitiva, se considera que la intervención operativa corresponda sólo a los políticos que manipulan y se equivocan, o que simplemente deben oponerse. En una forma más precisa, si los científicos políticos tienen el saber, es decir, el conocimiento abundante, confiable y verificable, los hombres de la política tienen el poder. Son ellos quienes deciden que cosas, cómo y cuando aplicar el saber politológico.
Por otro lado se ubican los científicos políticos que consideran que su trabajo sería trunco si no logra inmiscuirse en al menos sugerir formas de operación política, presentándolas y ofreciéndolas en forma transparente no sólo a los hombres de la política, sino también a la opinión pública y a todos aquellos, dirigentes de partido y a los líderes de las asociaciones y movimientos que quieran aprovecharlas. Si no funcionara la ciencia política de ésta forma sería una disciplina que vendría a menos en su objetivo, que desde Aristóteles a Maquiavelo, y de Tocqueville a nuestros días, de mejorar la política y la calidad de los sistemas políticos en la medida de la credibilidad de sus análisis comparados y sobre la aplicabilidad de sus propuestas." 
G. Pasquino https://criticacida.wordpress.com/2010/06/10/que-es-que-hace-y-que-puede-hacer-un-politologo/
No todos los días me paro con ganas de responder a las apasionadas críticas que recibo de la gente en general por dedicarme a lo que me dedico. Decir que soy politóloga es exponerme casi siempre, si no siempre, a una suma de adjetivos que aunque a veces me resbalan, otras veces, dependiendo de donde vengan me afectan y me producen tal frustración, que termino el día pensando en lo injusta que es la profesión que escogí y más en un país como esté donde reina la corrupción y abundan los que bajo el título de "politólogos" han hecho de esto un lugar increíble y no precisamente por ser maravilloso. 
Y en medio de esa frustración trato de devolverme al momento en que decidí dedicarme a esto y recuperar las razones que alguna vez tuve para ser de las pocas que saliendo del colegio tenía claro qué quería hacer. Y aunque en medio de estos recuerdos sale muchas veces la inconformidad de haber optado por las humanidades, más que por la pasión, por el hecho de vivir en el país de los ingenieros, no creo que hubiera logrado graduarme nunca de otra cosa con la motivación que lo hice el día en que me gradué como politóloga. 
"La profesión del politólogo no es una profesión feliz" dijo G. Almond. Y aunque no puedo ahondar en los motivos que tuvo para hacer esa afirmación, si puedo decir que en efecto desde mi experiencia no lo es, y menos en Colombia. Ser politólogo es resignarse un poco a ver cómo todo funciona muy mal y además de "analizar y criticar cómo funcionan las instituciones y los partidos", no poder hacer mucho más. Porque o se está por fuera del gobierno y los mecanismos de participación no resultan ser lo suficientemente efectivos para que la ciudadanía tenga un impacto que permita dirigir las políticas públicas a responder a sus verdaderas necesidades, o se está en el gobierno y la cultura organizacional, y las mismas dinámicas de poder impiden que las acciones estén realmente dirigidas a lo que debería ser la política. 
En este sentido, y volviendo al texto de Pasquino, si estaríamos en el lado de aquellos que piensan que es muy difícil hacer el conocimiento aplicable. Y más que por peligroso, es por la siguiente afirmación y es que "si los científicos políticos tienen el saber, es decir, el conocimiento abundante, confiable y verificable, los hombres de la política tienen el poder". Y aunque para mi, desde la motivación que me llevó a ser politóloga, mi trabajo resulta "(...) trunco si no logra inmiscuirse en al menos sugerir formas de operación política, presentándolas y ofreciéndolas en forma transparente no sólo a los hombres de la política, sino también a la opinión pública y a todos aquellos, dirigentes de partido y a los líderes de las asociaciones y movimientos que quieran aprovecharlas", estaría mintiendo si acepto que esta es la regla más que la excepción. Y sé que muchos sienten lo mismo. 
Mientras tanto, y aunque el mundo entero piense que ser politólogo es equivalente a ser corrupto, político, lagarto, o ladrón,  vuelve uno a la casa sintiendo si frustración porque no puede hacer más que hacer bien su trabajo -aunque nadie nunca lo note-,  pero con la tranquilidad de saber que hay más personas que trabajan gratis, por prestación de servicios, de lunes a lunes, hasta las 3 de la mañana, que nadie conoce, cuyo nombre nunca figura en ningún documento, que piensan un mejor país, lo proponen, y ejecutan -aunque nuevamente nadie nunca lo note-, que saben que nunca van a ser ricos y no quieren ser presidentes, y que estudiaron y viven de la ciencia política porque además de querer comer (como cualquier persona en el mundo), con lo que hacen pretenden impactar positivamente la vida de la gente. 

viernes, 7 de octubre de 2016

No, la tusa no es producto del NO del plebiscito.

Siempre he dicho que no hay mejor momento para escribir que cuando uno está mal. Escribir desde la tristeza es mucho más fácil que escribir desde la felicidad. Y en este caso, en medio de la frustración que me produce desde hace años mi profesión, y en medio de tener el corazón roto, voy a escribir desde la tusa.

Cuando decidí ser politóloga, quería estudiar porque pensaba en ese momento que entre más entendiera la situación del país, más posibilidades iba a tener para trabajar y hacer algo por cambiar lo que estaba y aún está mal en la cultura y la mentalidad de los colombianos.

Y es que todo se reduce a eso. A que los colombianos crecimos en medio del conflicto. Es lo único que hemos visto. Estamos acostumbrados a oír que hubo enfrentamientos entre el ejército y algún grupo armado. Que la cifra de homicidios subió frente al mismo periodo del año anterior. Que el desplazamiento forzado ha dejado a cientos o miles de familias tratando de conseguir con qué comer en un ambiente hostil. Y sin quererlo nos acostumbramos. Hemos disminuido la importancia de la muerte y el sufrimiento humano a una simple noticia del día. Nos volvimos una sociedad indolente, ciega, desconfiada. Y en medio de esta costumbre, nos enfermamos; perdimos la memoria.

Y no voy a hablar de "ustedes", ni de los "otros", porque yo hago parte del grupo. A medida que pasó el tiempo, cuando empecé a oír historias absurdas sobre la realidad de la guerra, cuando empecé a ver que en Colombia nos quedamos estancados en el pasado y que no avanzamos, entre otras porque la justicia desde su ineficiencia no nos ha permitido hacer memoria, perdí la fe y me convertí en eso, en un ciudadano más que poco aporta por la misma incapacidad de actuar.

La tusa de hoy no es porque haya ganado el NO en el plebiscito que buscaba refrendar el acuerdo de paz. La tusa está más relacionada con ver la incapacidad que tenemos como ciudadanos para reconocer que vivimos criticando lo que pasa en el país y no hacemos nada para remediarlo. Salimos a votar por los mismos tres que llevan años polarizándonos sin siquiera conocer qué proponen. Estamos tan ciegos, que ante una decisión tan importante como la que había que tomar el 2 de octubre, después de insultarnos unos a otros sin argumento, salimos a votar por algo que no conocíamos o conocíamos a medias. Los del SI y los del NO. Y seguimos permitiendo que el futuro de esto que llamamos patria, quede en las manos de los intereses políticos de los mismos personajes.

Aquí no se trata de idolatrar a Uribe o estar de acuerdo con Santos. Aquí se trata de rescatar la dignidad  y legitimar nuestro papel como ciudadanos.  Al final ni por ser uribista o por no serlo (porque en este país ahora se es o no se es, y cuando no se es entonces es igual a ser enemigo), nos van a eximir de asumir los costos de la guerra o los costos de la paz. Hayamos votado SI o hayamos votado NO, la responsabilidad seguirá siendo nuestra.

Entonces no, mi tusa no es producto del resultado del plebiscito. Mi tusa es producto del fanatismo ciego, de la desinformación a la que nos someten y nos dejamos someter. Es el resultado de no entender cómo los del SI se desbordaron en insultos, y los del NO están ahí sentados esperando que uno solo hable, en vez de tirarse a la calle con los del SI a exigir que se negocie algo que finalmente nos lleve a finalizar la guerra y con lo que la mayoría esté de acuerdo. Mi tusa no es producto del NO, sino del NO rotundo y la incertidumbre en que quedo el país después del domingo. El país de los del SI, los del NO, de los que por cualquier motivo no participaron, y de los que acaban de olvidar la paz, el SI y el NO, porque la selección Colombia ganó 1 a 0 en Asunción. Así somos.

viernes, 5 de agosto de 2016

Feliz cumpleaños Bogotá



Abandoné Bogotá con todo lo que significa abandonar. Vendí mi vida con la intención de no volver porque estaba hastiada de todo. Del caos, del tráfico, del desorden, de la mala educación, del hormonal clima. Me fui porque en algún momento, o de hecho en varios, sentí que no pertenecía. Y es que el sentimiento de no pertenecer pesa suficiente para decidir que vale la pena tirar todo al traste para encontrar el lugar, ese al que sí se pertenece. Maldije una y otra vez la falta de cultura, las dos horas de trayecto a cualquier lugar, la malicia indígena de la que tantos se sienten orgullosos y que a mi, aún hoy, me produce frustración.

Empaqué lo que pude en tres maletas y emprendí el viaje de mi vida. Y digo de mi vida porque nunca antes había deseado algo por tanto tiempo. Llegué a Barcelona con la imagen que me llevé ocho años atrás. El arte, la cultura, el orden, el mar, la arquitectura y la pasión por el fútbol viven la ciudad. Desempaqué los sueños y en medio de vivirlos descubrí cosas que, además de hermosas, venían cargadas de lecciones.

Porque es cierto, Barcelona sigue siendo la ciudad que ocho años atrás me robó el corazón y he vivido experiencias hermosas desde el día uno hasta hoy. Y todo hay que decirlo, camino tranquila por cualquier calle, a cualquier hora sin sentir que algo puede pasarme; y me parece lejos cualquier lugar que quede a más de veinte minutos en bus; y voy caminando siempre disfrutando de una ciudad que pareciera ser adolescente y que se rehusa a descansar; y obviamente al final del día desearía que todo lo anterior pasara en Bogotá.

Pero, y aquí vienen los peros y el tragarme un poco mis ganas de NUNCA MÁS VOLVER, entendí que en Barcelona o en cualquier lugar que no sea Bogotá me voy a sentir siempre como una invitada que después de un tiempo empieza a estorbar. Porque así nos quejemos del caos, del desorden, el tráfico, la inseguridad, la corrupción, la lagartería, el mal gobierno, y los demás puntos de la lista infinita de inconformidades, vivir fuera permite entender que de eso hay en todas partes, con la diferencia de que en Colombia soy un colombiano quejándome de algo que me incumbe  -aquí encontré el sentido de pertenencia-, y en otro lugar siempre, siempre, seré un extranjero que apenas tiene derecho a opinar.

Porque por más nacionalidad, residencia, intento de acento, o ganas, nunca dejaremos de ser colombianos. Nunca, y seguramente por muchos años más, dejarán de relacionarnos con guerrilla, drogas y Pablo Escobar. Porque el mundo entero, pese a desconocer la realidad que vivimos y cómo ha sido nuestra historia, parece incapaz de superar una época que aunque ha costado, nosotros hemos ido superando.

Después vienen los sentimentalismos: extrañar a la familia, el perro, los amigos, y la amabilidad, la decencia y el buen trato de la gente. El por favor y el gracias. El poder preguntar sin sentir que cometo un crimen. El servicio al cliente. Una ciudad que madruga y esta viva desde temprano para cualquier cosa que pueda surgir. El frío y los días de lluvia. Mi vida.

Finalmente a esto último se reduce todo. A admirar a quienes estuvieron dispuestos a empezar de cero en otro lugar porque eso significa renunciar a todo: a lo muy malo, pero también a lo muy bueno de una historia y una vida.

Yo no tengo ni la valentía ni las ganas para hacerlo y con el corazón arrugado porque el sueño de vivir aquí y de muchos años fue bastante fugaz, volveré a Bogotá y le pediré perdón por haberla querido abandonar. Porque no bastó con quererla mandar a la mierda. Era necesario vivir otra realidad para entender que con todos sus problemas, es mi ciudad; ahí crecí y está mi vida. Y así, desordenada, fría y caótica la voy a seguir queriendo.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Acepto que me señalen como MALA colombiana

Tengo 27 años. Desde que tengo memoria he vivido en un país azotado por el conflicto; un conflicto en el que han confluido todo tipo de actores y que ha dejado todo tipo de víctimas. Un conflicto que he visto desde la comodidad de mi casa y que nunca me ha tocado. Un conflicto que me llevó apasionadamente a estudiar lo que estudié porque tenía la convicción de que podía hacer algo para cambiarlo. 

Esto para hablar de los acontecimientos vividos desde el viernes pasado. Y no me refiero a lo que ocurrió en París, sino a la ola de comentarios llenos de odio y cargados de intolerancia que estallaron en las redes sociales de los colombianos con la misma furia con que estallaron los artefactos que acabaron con la vida de tantos en Europa. 

No entiendo en qué momento sentir compasión o repudiar un acto de violencia se convirtió en un tema de discusión, y no constructiva sino destructiva. No entiendo en qué momento las palabras e imágenes de solidaridad hacia la humanidad convirtieron a algunos colombianos en apátridas. No entiendo bajo qué circunstancias una situación que nace en un contexto completamente ajeno al colombiano, bajo parámetros que distan mucho de explicar lo que nuestro país vive desde hace más de 60 años, ha servido como argumento para atacar a quienes defienden y creen en la paz. 

Yo no puse una bandera de Francia en mi perfil de Facebook porque no me dio la gana de hacerlo, y sin embargo hoy públicamente me solidarizo con la humanidad; con los que sufren la guerra, con los que de verdad la viven o la han vivido, con las víctimas de mi país y de todos los países que han tenido que asumir las consecuencias de conflictos de todo tipo. Yo no escribí #prayforParis porque no creo en Dios, pero llevo desde los 16 años estudiando el conflicto en todas sus dimensiones y con todos sus efectos, y le he pedido a la vida por la estabilidad mental de la humanidad. 

Yo no he hecho ninguna de estas cosas pero respeto y valoro al que lo hizo porque fue su forma de mostrar su desacuerdo con una situación que en cualquier lugar del mundo es injustificable. Y estoy segura que esos de la bandera y del #prayforParis han llorado a los muertos que ha dejado el conflicto colombiano, aquel en el que ha reinado la misma intolerancia que se apoderó el fin de semana de las redes sociales hacia quienes siendo colombianos, repudiaron hechos repudiables. 

Yo no he olvidado a las víctimas del conflicto colombiano, ni he olvidado que el conflicto persiste. Al fin y al cabo estando lejos hay quienes se encargan de hacer comentarios para que nunca olvides que eres colombiano y violencia y guerrilla y narcotráfico. Pero hoy que justamente estoy lejos, viviendo la zozobra desde una nueva perspectiva, rechazo lo que pasó en Francia, en Turquía, en Siria, lo que viene ocurriendo en Palestina; me opongo a la violencia en todas sus manifestaciones. Si esto me hace menos colombiana, aceptaré ser juzgada con palabras de intolerancia por quienes viven de señalar mientras inmóviles ven a las víctimas del conflicto desde la comodidad de su casa y no hacen nada. 

domingo, 18 de octubre de 2015

De buenas personas debería estar lleno el mundo, pero no.



Recuerdo haber dicho muchas veces en diferentes conversaciones: "no entiendo como la gente es capaz de hacer esas cosas porque yo sería incapaz de hacerlas". Y cuando la he dicho me he referido a varias situaciones que sobrepasan mi entendimiento como matar, robar, mentir, engañar. Resumiendo: dañar al otro, pasar por encima de su existencia y reducirlo a nada. 


Y es que ocurren a diario cosas que entran dentro de este nivel y más que sorprenderme que pasen, lo que me aterra es que las personas buenas, de buen corazón, que no dañan a nadie y no tienen malas intenciones, caen una y otra vez. Y llegan entonces a mi vida historias de situaciones que terminan con el clásico "no puedo entender" y "una cosa es ser bueno y otra bobo". Pero lo que he concluido es que para un avión o un mal ser humano existe siempre una buena persona que confía y juzga las situaciones desde lo que está en condiciones de hacer a los demás. Podría ser ese tal equilibrio del que muchos hablan. 


A la buena persona no le pasa por la cabeza que lo van a robar o que lo están engañando, porque no existe, dentro de su escala de valores, un pensamiento dirigido a aprovecharse de alguien o a sacar ventaja de una situación. La buena persona parte del supuesto de que todos los seres humanos piensan y actúan de la misma manera. 


Y aunque de buenas personas debería estar lleno el mundo, lo cierto es que abundan los egoístas y los ventajosos que ponen su voluntad por encima de cualquier cosa y que son incapaces de pensar en algo más allá de su bienestar. 


Volverse desconfiado no va a ser nunca la solución contrario a los que piensan que "una cosa es ser bueno y otra bobo". Podría asegurar que las buenas personas nunca pasarán el límite que los transforme de repente en alguien diferente a quienes son; recaerán así intenten con todas fuerzas no hacerlo. Y al final, luego de haber comido mierda una vez más y de meditar días enteros eso que la vida les quiere enseñar y que termina siendo la respuesta al común "¿por qué a mi?", concluyen que prefieren quedarse en el lado de los buenos. Las malas personas, esos pobres diablos que seguramente nunca se coman la mierda que deberían comerse por ser como son, nunca, nunca, nunca alcanzarán la felicidad que se siente salir untado de mierda pero victorioso de una situación como las que acostumbran ellos a causar. Nunca. 

lunes, 27 de abril de 2015

¡Feliz aniversario soledad!






"(...) Que raro que seas tú 
quien me acompañe, soledad, 
a mi, que nunca supe bien 
cómo estar solo."
Jorge Drexler 


"La soledad está subvalorada" leí alguna vez. La gente le huye como si fuera un castigo. Cambian sus rutinas, sus hábitos, sus creencias, sus gustos con tal de no estar solos. Aguantan hambre antes que ir a un restaurante a comer solos bajo las miradas de lástima de grupos de a diez porque eso socialmente está mal visto. Pero ¿quién soy yo para juzgar a quien le teme a algo a lo que temí por tanto tiempo?


La perspectiva después de todo cambia. Mi momento es el momento del espectador. Estoy aquí sentada viendo cómo transcurre el "nosotros" de los demás a través de redes sociales que bombardean a diario acontecimientos que implican estar en compañía (Facebook es un sólo álbum fotográfico de bebés y matrimonios). Los amigos de siempre se casan, tienen hijos, estrenan apartamento, deciden empezar una vida juntos. Están acompañados. Y yo, en mi posición de espectador no puedo más que celebrar sus vidas y desearles toda la felicidad del mundo. Y apago el computador y ahí estoy nuevamente. Sentada en el comedor de mi casa que tiene cuatro puestos, con un solo individual servido y una única copa de vino, brindado por la posibilidad de acabar un día más de vida. 

Tres años después de tener el corazón roto y de huirle a la soledad, me siento con ella en el desayuno, el almuerzo y la comida. Vamos a cine, a teatro y a comer helado. Estamos días enteros sin salir de la casa. Leemos, vemos series hasta que se acaban, bailamos, cantamos y bebemos hasta caer. Empacamos maleta y nos vamos a cualquier lugar porque viajar es lo que más disfrutamos. 

Y al ver todo esto concluyo que si tres años antes hubiera entendido lo que significaba la soledad, tal vez no habría llorado hasta que la glándula lagrimal se inflamara; ni hubiera abandonado tantos kilos; ni hubiera tenido tanto miedo de dormir en la cama que parecía infinita; ni hubiera evitado tanto el silencio de una casa en la que no había nada más que mi presencia. La soledad esta subvalorada, y aunque a veces agota, me ha enseñado que no es necesario compartir la cama con alguien para ser feliz. Que hay mucho que aprender de uno mismo y que para eso a veces no se necesita compañía. Que la vida puede ser compartida solo cuándo uno valora lo que tiene para entregar.


¡Feliz Aniversario Soledad!